Por Jacinto Martin
. Va, pues, España a entrar en el siglo XX con una sociedad
manifiestamente dividida en dos: una parte dueña del poder y del privilegio, y
la otra, ansiosa de bienestar, de vida mejor, de justicia y de paz.
En los primeros tres
lustros del siglo, la vida española aparece verdaderamente en descomposición.
Se quiere vivir y no se acierta. Todos están desorientados y sin camino.
Los políticos regeneracionistas proclaman que el país
necesita reformas y que ellas han de conseguirse con una revolución desde
arriba: intento descabellado e imposible
con un caciquismo institucionalizado y unas elecciones falseadas.
Es entonces cuando se
intenta una legislación social elemental
(ley de accidentes, de regulación del trabajo de mujeres y niños, Instituto
Reformas Sociales, descanso dominical, retiro obrero, inspección de trabajo, etc). Legislación
teórica y a tientas, ineficaz e incumplida, confundida y confusa por la
repetición y sustitución de los cuerpos legales.
La agitación social es endémica. Grandes huelgas campesinas
en 1902 1903 y 1904 (trece grandes huelgas en el campo de 1908 a 1914). Campaña
agudísima y tenaz en pro de las ocho horas. Huelga de tranviarios en Barcelona.
Conflictos en la región industrial vasca. Gran huelga ferroviaria en 1912. Y
como nota más alta, la Semana Sangrienta de Barcelona en 1909.
Pero no todo es negativo. El pueblo está vivo. Parte selecta
de ese pueblo son las huestes sindicales, la única parcela popular organizada.
Las dos grandes líneas asociativas, la sindicalista y la
socialista, entran en el siglo ciertamente perseguidas y obstaculizadas por la
enemiga de las clases capitalistas; ciertamente radicalizadas, pero adultas
y siempre fieles al hambre y sed de justicia
del trabajador.
Forman su base hombres sencillos, ahogados por necesidades
económicas graves, víctimas de la dureza del sistema. En el vértice, una
minoría extremista se ha adueñado de los resortes de la organización. Pero a
pesar de todo, la asociación profesional sigue indefectiblemente fiel a su
construir, fiel a su fe en la capacidad obrera.
En los primeros quince años hay una floración de centros
de educación obrera. La U.G.T.
monta sus Casa del pueblo, y los confederales, sus Ateneos Sindicales y sus Círculos obreros. Y en 1916, fecha inicial de la acción
que estamos analizando, existe un cuerpo compacto: asociaciones (sindicatos, cooperativas,
mutualidades, sociedades instructivas y
recreativas). Verdadero edificio construido pacientemente por las manos del
pueblo. Véase esta estadística del Instituto de Reformas sociales, referida a la
sola provincia de Barcelona: Sindicatos profesionales 493, Cooperativas 63,
Sociedades de Socorro Mutuo 90, Instructivas y Recreativas 17, Sociedades
Políticas 3, Federación de Sociedades 11.
La acción sindical, aunque teñida de violencia, defiende las
reivindicaciones típicamente laborales: salarios, condiciones generales de
trabajo. Sigue fiel a la tradición primitiva societaria. La violencia es una
supra estructura que el capitalismo, duro de cerviz y de corazón, ha colocado
sobre la estructura autentica reivindicativa.
El pueblo era la parte sana del cuerpo social, la parte
activa, socialmente viva. Y esta parte del cuerpo nacional, no corrompida, es
la que se alza en 1917 contra las otras partes, enfermas y gangrenadas.
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